Una ciudad vacía por la enfermedad, fiebre amarilla

Como si se tratara de una película de Hollywood: ‘los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin asistencia. Huye el que puede’ escribía en su diario Mardoqueo Navarro en abril de 1871. El 27 de enero de ese año se habían registrado las primeras tres víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires.

De las cuatro epidemias sufridas por la capital de nuestro país, la de 1871 fue la más cruenta: el 8% de los porteños falleció a causa de la enfermedad. De hecho, se estima que un tercio de los habitantes de la ciudad escapó para huir del foco de la infección. Recién quince años más tarde, el médico cubano Carlos Finlay descubriría que la infección no era propagada por contagio sino por el mosquito Aedes Aegipti.

Mientras tanto, se atribuyó el contagio a los veteranos que volvían de la Guerra de la Triple Alianza, aunque no hubo una respuesta sanitaria inmediata. Por el contrario, las autoridades interpretaron las primeras decenas de casos como simples afecciones gástricas, y no tardaron en verse desbordadas, al punto tal que abandonaron los puestos de gobierno y huyeron de la ciudad. Para suplir la ausencia de autoridades legítimas, se convocó a una ‘Comisión Popular de Salud Pública’ que organizó la asistencia sanitaria durante la epidemia.

La fiebre amarilla llegó a cambiar la configuración de la ciudad. ‘Me mudo al norte‘ decían los opulentos habitantes de las márgenes del Riachuelo que se desplazaban al barrio de la Recoleta, escapando así del que suponían foco infeccioso de la enfermedad y deshabitando caserones que se convertirían luego en los típicos conventillos de La Boca y San Telmo. Entre otros lugares, el célebre hotel Boulevard Atlántico, en Mar del Sud, habría llegado a convertirse en hospital y cementerio de enfermos de fiebre amarilla, y cuenta la leyenda que fue tal la (mala) fama adquirida que el tren nunca alcanzó esta localidad, deteniendo su trazado en Miramar.

En la actualidad, existe una vacuna eficaz para prevenir el contagio, pero no existe una cura para la fiebre amarilla sino simplemente un conjunto de tratamientos sintomáticos. Originado en África, el virus que la causa se propagó a América en los barcos de esclavos de los siglos XVI y XVII. Al encontrarse la población africana relativamente inmunizada con respecto a un virus endémico en su continente, la fiebre atacó duramente a los nativos americanos y los colonos europeos y sus descendientes, llegando a ser conocida como ‘la plaga americana’. Cinco siglos más tarde, se ha descubierto la causa del contagio (a través del mosquito Aedes Aegipti) y se ha desarrollado una vacuna y tratamientos paliativos, no obstante lo cual siguen falleciendo alrededor de 30.000 personas cada año por esta causa.

La vacuna es efectiva, de simple aplicación, con efectos duraderos a partir de los 30 días. Una sola dosis es eficaz de por vida, y se recomienda aplicársela al visitar países en los cuales existe riesgo de contagio: en Argentina, las principales zonas de riesgo son las provincias de Misiones y Formosa y las zonas que limitan con Brasil, Bolivia y Paraguay. En el resto de América Latina, se recomienda la vacuna contra la fiebre amarilla para entrar o transitar por Bolivia, Colombia, Costa Rica, Guyana, Honduras, Paraguay y Perú.

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